El 29 Festival de Jerez: entre la expectación, la sorpresa y la transformación constante

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Información procedente de Diario de Jerez

La edición de 2025 concluye con la sensación de haber presenciado menos espectáculos brillantes pero sorprende con la calidad de propuestas para las que no había tantas expectativas.

El Festival de Jerez es un ente vivo que cada año alberga la promesa de suscitar sorpresa e ilusión, capacidad de transformación cuando salimos de sus espectáculos, de provocar esa emoción recóndita de la que el flamenco tiene un mapa de llegada con acceso directo, no siempre por el camino más corto y previsible. El público asiste al festival con la intención de volver a casa habiendo presenciado un momento estelar, un pellizco que lo haya dejado levitando. Siempre es así, las expectativas en nuestro festival son y deben seguir siendo altas, pero la realidad demuestra que es mejor vivir sin tantas expectativas y mirar las cosas como si fuera la primera vez, con lo difícil que esto resulta. Esta edición ha sido un poco ni frío ni calor, no ha contado con una alta presencia de espectáculos brillantes pero tampoco se han visto grandes decepciones. La sensación personal que me llevo es que donde menos se espera llega algo que engancha y remueve, por eso siempre hay que andar con la mirada abierta, libre de prejuicios y con la ilusión cargada, que no con la escopeta.

Por contar una anécdota, la maestra Angelita Gómez se sentó en primera fila para presenciar un documental divulgativo sobre la soleá, las alegrías y la farruca explicada por alguno de sus compañeros de oficio y periodistas del sector. “Angelita, ¿te sigue interesando ver estas cosas, que tú tienes más que sabidas?”, le pregunté. Me respondió segura y serena con su peculiar mirada chispeante: “Hasta que pueda seguiré aprendiendo, siempre tendré curiosidad por el flamenco”.

Esta 29 edición demuestra que lo más esperado no siempre alcanza las cotas imaginadas y, sobre todo, que lo menos esperado de repente sorprende para bien. Una vez más, me reafirmo en una idea fundamental, y es que este festival es, ante todo, un festival de artes escénicas cruzado por el flamenco y la danza española. Cada vez hay un mayor despliegue escénico y los artistas aprovechan todas las posibilidades que ofrecen las artes vivas para llevar a cabo sus propuestas. En este sentido, el festival debería sacarle todo el partido para trascender más allá de sus propios límites. Esto puede ser algo que decepcione a los que solo quieran flamenco en su sentido más ortodoxo, pero permite una mayor libertad creativa para los artistas y también para el público, que ojalá siga quitándose recelos y etiquetas obsoletas. El caso más concreto es el de una amiga cercana que se ha pasado años pensando que a ella el flamenco no le gustaba. Es una persona que se dedica a trabajar con el cuerpo, con el movimiento y la expresión corporal, ¿cómo no le iba a gustar? Este año decidió por fin acudir al festival: salió llorando del espectáculo de Mercedes de Córdoba y fascinada con Manuel Liñán. Claro que sí, claro que le gusta el flamenco, porque el flamenco es tan inmenso como artistas lo interpreten y como ojos lo presencien.

En esta edición hemos podido ver menos espectáculos personales y una mayor presencia de compañías y ballets con un componente más historicista. Como espectadora me interesa más lo personal que lo coral, pero reconozco que he disfrutado muchísimo viendo la excelencia del ballet de Antonio Najarro o la compañía de Antonio Gades. Con la compañía de Najarro asistimos a una clase magistral de danza española, al tiempo que descubrimos el ballet de La Argentina en París con una perfecta recreación; con la compañía de Antonio Gades fue como ponernos unas gafas con la pátina de los años 80 y presenciar en vivo Carmen, el ballet original creado por Gades y Saura. Revisitar clásicos también puede resultar fascinante, no tan sorpresivo como algo creado a la vanguardia, pero igualmente estimulante si el trabajo está bien hecho, y en estos casos lo estaba. Incluso como colofón final, sorprendía para bien el Ballet Flamenco de Cádiz, con un trabajo muy bien planteado por parte de Pilar Ogalla y Andrés Peña. ¿Emocionan las compañías tanto como el proyecto personal de un artista? Quizás no. ¿Muestran un trabajo en muchos casos impecable? Rotundamente sí.

Esta edición también ha sido la de los “artistas 360”, como diría Paquita Salas. Más que nunca me ha parecido ver a músicos que actúan, a bailarines que cantan, a guitarristas que interpretan, a bailaores que tocan. El ejemplo más vistoso puede ser Manuel Liñán, con un espectáculo cercano al formato musical donde todos los integrantes cantaron y bailaron, pero es que también hemos visto cantar a Rafaela Carrasco en Creaviva, a Lucía La Piñona en Lucía en vivo, a Gloria del Rosario en De tu mano, a Israel Galván en La edad de oro. Este ha sido el año de propuestas con mayor teatralidad, como el Olvidadas de Mercedes de Córdoba o el Amor y gloria de María del Mar Moreno. Esta edición también ha sido la de escenas brillantes en espectáculos con cierta falta de conexión interna y la de los finales eternos.

La 29 edición deja en la retina uno de los mejores espectáculos de Eva Yerbabuena en los últimos años -por fin la vemos en un espectro luminoso y disfrutón- y otra grandiosa propuesta de Manuel Liñán -ya fenómeno de masas-. Escenas de enorme belleza, como Rafaela Carrasco cantando sobre un micrófono que sobrevolaba la escena y creando una polifonía impresionante; el fandango de Jesús Corbacho mientras realiza la percusión en un cubo sobre la cabeza de Polina Sofía, número que culmina con ellas colocando los cubos sobre ellos, en un gesto reivindicativo pero con mucha gracia en sintonía con la esencia del espectáculo; el arranque cinematográfico y portentoso del espectáculo de Eduardo Guerrero; el principio y final de Tierra virgen, de Marco Flores, con un inicio poético y bellísimo que se cerraba con la proyección de un burro mirando al público, un motivo conectado con el propio sentido de la obra; el cierre de Gloria del Rosario con unas sevillanas que tanto la definen; la maravillosa alegría bailada por la escuela bolera de Estela Alonso o la onírica voz, mitad flamenca mitad lírica, de Esperanza Garrido en el De vidas de Rocío Garrido.

Otras de las conclusiones que saco de esta edición es que el festival debería animar a las entidades colaboradoras a potenciar nuevos premios en otras categorías, porque esa percusión de Pablo Martín Jones con Rafaela Carrasco, los sonidos de la contrabajista Gal Maestro con Mercedes de Córdoba o el chelo de Isidora O’Ryan con Marta Gálvez bien se merecen un reconocimiento; al igual que trabajos técnicos pero tan artísticos como el diseño de luces, con Gloria Montesinos en Creaviva y Muerta de amor; Sergio Torres en La Argentina en París; Olga García con Gloria del Rosario y Estela Alonso o Rafael Gómez con Eduardo Guerrero.

En cuanto a grandes aportaciones de bailarines de compañías, queda para la memoria de esta edición el baile de Polina Sofía en Las olvidadas (trabajo que también ha posibilitado mostrar a una inteligente Mercedes de Córdoba en plena forma con su vertiente como coreógrafa), de Daniel Ramos en el ballet de Antonio Najarro o de David Acero y José Ángel Capel en Muerta de amor. También en la obra de Liñán volvimos a comprobar que Alberto Sellés y Juan Tomás de la Molía fueron perfectos ganadores del Premio artista revelación en anteriores ediciones, demostrando que su baile sigue creciendo.

Sobre la incorporación del Centro Social Blas Infante a la nómina de espacios debido a la imposibilidad de usar los Museos de la Atalaya, dos cosas: bien por llevar el festival a otros espacios y sacar al festival de su centralismo (aunque no fuera esta la intención real); mal por presentar el teatro con una grieta del suelo al techo junto al escenario y con una presencia tan poco acogedora, sin tan siquiera anunciar el festival en el exterior del centro. Esto al final evidencia la falta de espacios escénicos, privados o públicos, con los que cuenta la ciudad. Recordemos que los Museos de la Atalaya (aunque céntricos y con el encanto de lo patrimonial), ofrecían una nula visibilidad (peor que en Blas Infante, que al menos cuenta con una parte de gradas), y la Sala Compañía, aunque con mucho encanto, hace que los espectáculos se vean empobrecidos por las pocas posibilidades que ofrece el escenario y la incómoda visión desde el larguísimo y estrecho patio de butacas.

La presencia gráfica del festival en la ciudad sigue siendo una tarea pendiente, anunciado en el Villamarta por unas banderolas que lucen diminutas en relación a la propia grandeza de la fachada y solo visible el cartel en las farolas de la calle Larga. ¿Es una utopía que las distintas partes implicadas pudieran trabajar en un plan integral para darle al festival el sitio que se merece? ¿Podría el Ayuntamiento ofrecer más y mejores soluciones en colaboración con el Festival?

Ya se han escuchado voces que vaticinan una gran celebración para el 30 aniversario, un número redondo que sin duda merecerá la pena festejar. Es un logro que un festival que empezó con mucho en contra (un sector importante no quería un festival con la danza española como protagonista, preferían el cante), se haya asentado y las voces críticas ya ni se recuerden. La sensación que tengo es que Jerez necesita creer de verdad en su festival, porque muchos aún no son conscientes de la suerte que tiene la ciudad de contar con un proyecto de tal envergadura, siendo a veces más reconocido por gente de fuera que de dentro. Mayor presencia en la ciudad, mayor apoyo institucional y del sector privado, mayor colaboración entre todas las partes encargadas de hacer realidad este festival y el mejor de los apoyos de todas las personas a las que este festival cada año nos toca y nos transforma. Sea por el flamenco libre y por el Festival de Jerez.

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